sabato 29 novembre 2014

Argentina

El acordeón sonó en mi cabeza nada más pisar suelo argentino. Para muchos criollo. Para mí familiar hace tiempo, gracias a la influencia de aquel sonido percibido a través de las charlas con unos amigos en lugares lejanos del origen.

El primer impacto fue contundente: un taxista que intentaba timarme, con el que arreglé un precio en euros y que salió de la autopista sin pagar el peaje. Un destino desconocido abría el camino al enorme monstruo de cemento que acababa al lado del riachuelo, en aquel barrio de la Boca dónde nos darían cobijo.

Las casas bajas, amarillas y azules y el olor a asado dejaron paso a infinitas avenidas que delataban la característica mezcla de aquel lugar, a mitad entre Europa y América. El ruido del tráfico y del habla porteño empezó a formar parte de mi rutina, entre una birra en San Telmo y las fiestas de San Cristobal y Once.




Hace un año el sueño de una vida cobraba forma, para dar a mi existencia una variante difícil, romántica, alegre. Mis nueve meses en Argentina fueron el son de aquel acordeón continuamente en mi cabeza, la búsqueda continua de nuevas personas, unas canchas de fútbol, algunas profesionales, otras menos. Un aprendizaje constante y el descubrimiento de colores desconocidos, hasta la revolución de junio y el obligado adiós.

La vuelta abre ojos y ayuda a elegir, aunque eso pase factura más tarde. Mis últimos doce meses han sido un remolino continuo en el que apenas he tenido tiempo de pensar. Las consecuencias son las de siempre. Hace un año era una persona. Ahora soy la misma, pero con más cicatrices, más completo, y complejo. Porque todo nos forja.

Argentina ya es pasado. No sé si será futuro. Lo único que sé es que doy las gracias por haber bebido de ese agua de aquel Río de la Plata cuyo recorrido ha acompañado mi existencia hasta volver a mi querido e imprescindible mar.

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